En aquellos tiempos no se podía dejar pasar aquel momento para refrescarse en aquellas tardes calurosas, siendo las 3:00 de la tarde, ¡muchos como yo se paraban en la terraza de su casa a mirar de tiempo en tiempo a ver si venia o si al menos se escuchaba la campana que anunciaba la llegada del maravilloso raspao!
A lo lejos aparecía bajo un sol inclemente «el man del raspao» con estatura pequeña con abarcas y un sombrero sabanero, de piel dura y quemada por el sol,
cada arruga en su cara eran cicatrices de sus largos trayectos bajo el sol. Llegaba empujando una carreta vieja hecha de madera y con llantas de hierro forradas con unos pedazos de caucho.
Aquella madera estaba tostada por el sol con colores desteñidos que decoraban tan magnífico artefacto, heredado del abuelo a padre y del padre al hijo, un legado centenario un legado el cual no podía morir.
El raspao hacia su entrada triunfal al barrio, llevaba consigo mucha alegría pues en su carreta llevaba un bloque de hielo que nunca entendí como soportaba tanto calor y no se derretía que cubría con un papel color marrón, creo que este señor debía tener un secreto porque recorría barrios enteros llevando el sabor y alegría, pero siempre le alcanzaba para su jornada.
Junto a él en su carreta y como escoltas estaban las abejas sus amigas, sus compañeras en aquellas caminatas largas, ellas daban el toque a sábana a pueblo a pureza no sé cómo explicarlo, pero un raspao sin abeja al lado no nunca fue lo mismo.
Deliciosos raspados con sabores a cola, maracuyá y tamarindo acompañados de lechera en un vaso de papel eran el motivo de la impaciente espera.
El man del raspao tenía un aparato con el que arrancaba el hielo, le seguían los sabores y luego enmarcando tanta delicia la lechera; ese momento, ese instante quedará marcado para siempre, una satisfacción indescriptible en el corazón de un niño.
Para aquellos que crecimos cuando todo era novedad, cuando no había centro comercial, cuando todo pasaba frente a tu casa y te encontrabas con tu gente del barrio en la esquina.
Aquellas tertulias eran mágicas e inolvidables dónde aparecían sonrisas de aquellos niños que hoy son adultos, sonrisas que quedaron vivas en aquella esquina cerca de casa, sonrisas puras que nunca morirán, sonrisas con los dientes manchados a cola, tamarindo y maracuyá con olor a miel de la bella de la sábana sucreña, aún los recuerdo con nostalgia, aun cuando me asomo en las tardes en mi balcón me parece escuchar a veces aquella vieja campana.
Autor: Boris Sánchez Maldonado